Ensayo: Unidad N.3 Influencia social
INFLUENCIA SOCIAL
Genética,
cultura y género
El debate sobre la relación entre
genética, cultura y género es fundamental en las ciencias sociales y biológicas
contemporáneas. Durante siglos, se usó la genética para justificar roles
sociales rígidos: se suponía que las diferencias entre hombres y mujeres eran
"naturales", predeterminadas por los genes. Sin embargo, esta visión
determinista ha sido ampliamente cuestionada por investigaciones que muestran
que el comportamiento humano es el producto de una compleja interacción entre
lo biológico y lo social (Fausto-Sterling, 2000).
Si bien es cierto que existen
diferencias biológicas entre los cuerpos sexuados —como la distribución
hormonal o los cromosomas—, estas diferencias no explican por sí solas las
construcciones de género. De hecho, lo que una sociedad considera
"masculino" o "femenino" ha variado enormemente entre
culturas y épocas, lo cual indica que el género no es una categoría fija, sino
culturalmente construida (Butler, 1990). La cultura establece normas, discursos
y valores que moldean las expresiones de género, incluso aquellas que parecen
más “naturales”.
Por ello, es necesario comprender
que la biología no actúa en el vacío: nuestras concepciones de género están
mediadas por prácticas culturales, estructuras de poder y discursos normativos.
Esto no niega la influencia genética, pero la ubica dentro de un marco mucho
más amplio, dinámico y situado históricamente.
Construcción sociocultural de la sexualidad y las
identidades de género
La sexualidad y las identidades de género no son
entidades biológicas puras, sino construcciones sociales que emergen en
contextos culturales específicos. Desde esta perspectiva, el género no es una
categoría natural, sino una construcción que varía históricamente y que está
atravesada por relaciones de poder (Foucault, 1976).
Michel
Foucault fue uno de los primeros en mostrar que la sexualidad es producida
discursivamente: no es simplemente una fuerza biológica, sino algo que se
regula, clasifica y nombra desde múltiples instituciones. Del mismo modo, la
identidad de género se configura en relación con los discursos dominantes sobre
lo que es “normal”, “aceptable” o “desviado”. Así, los cuerpos no son leídos de
manera neutral, sino bajo los filtros sociales del género y la sexualidad.
Las personas
no “descubren” su identidad de género o su orientación sexual como algo fijo,
sino que las construyen en un proceso de interacción social. Esto significa que
las normas sobre lo que es ser hombre, mujer, trans, heterosexual u homosexual
están sujetas a disputa, resignificación y transformación (Connell, 2012).
En
consecuencia, comprender la sexualidad y el género desde una óptica
sociocultural permite visibilizar la diversidad humana y cuestionar los
sistemas que imponen normas rígidas sobre los cuerpos y las identidades.
Diversidad y género
Hablar de diversidad y género implica reconocer
que las identidades no se reducen a un binarismo entre hombres y mujeres, sino
que existen múltiples formas de vivir el género y la sexualidad. Esta
diversidad ha sido históricamente invisibilizada o estigmatizada por los
sistemas sociales, legales y educativos, que han impuesto una visión hegemónica
basada en el modelo cisheteronormativo.
La
perspectiva de género crítica cuestiona esta normatividad al proponer una
mirada inclusiva que reconozca la existencia de personas trans, no binarias,
intersexuales y otras formas de identidad que desafían las categorías
tradicionales (Stryker, 2008). Esta diversidad no solo es válida, sino que debe
ser protegida en términos de derechos humanos.
Aceptar la
diversidad de género no es simplemente una cuestión de tolerancia, sino de
justicia social. La discriminación basada en la identidad de género está
asociada con múltiples formas de exclusión, violencia y precariedad, lo cual
genera un impacto profundo en la salud mental y el bienestar de las personas
afectadas (UNESCO, 2019).
Promover la
diversidad de género implica también transformar las estructuras educativas,
sanitarias y laborales para que reconozcan y respeten las distintas formas de
identidad y expresión de género.
Patologización por la identidad de género
La patologización de las identidades de género no
normativas ha sido una de las principales formas de violencia simbólica en la
historia de la medicina y la psicología. Durante décadas, las personas trans
fueron clasificadas como enfermas mentales bajo diagnósticos como el “trastorno
de identidad de género”, incluidos en manuales como el DSM y la CIE.
Sin embargo,
desde el activismo trans y los estudios de género, esta clasificación fue
duramente criticada por considerarse una forma de estigmatización institucionalizada.
La patologización implicaba que la identidad de género disidente era algo
anómalo, que debía corregirse o tratarse (Spade, 2011). Esta mirada médica ha
contribuido a la exclusión social, la violencia médica y la negación de
derechos.
En respuesta
a estas críticas, la OMS eliminó en 2018 la "incongruencia de género"
de la categoría de trastornos mentales en la CIE-11, lo que representó un
avance significativo hacia la despatologización (WHO, 2018). Este cambio no
implica negar la necesidad de acceso a servicios de salud, sino más bien
asegurar que estos servicios se ofrezcan desde el respeto, la autodeterminación
y la no discriminación.
La
despatologización es, por tanto, un paso crucial para reconocer la diversidad
de identidades de género como legítimas y no como desviaciones de una supuesta
norma biológica.
Género y violencia
La violencia de género es una de las expresiones
más crudas del patriarcado y de las estructuras desiguales de poder que subordinan
a las mujeres y a las diversidades sexuales. No se trata únicamente de actos
individuales, sino de un fenómeno estructural sostenido por normas,
instituciones y discursos culturales que normalizan el control, la sumisión y
la cosificación de los cuerpos feminizados (Lagarde, 2005).
Las Naciones
Unidas definen la violencia de género como “todo acto de violencia basado en la
pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o
sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer” (ONU, 1993). Esta
definición ha sido ampliada para incluir a personas LGBTIQ+ que también sufren
violencia por desafiar los mandatos normativos de género.
Esta
violencia se manifiesta en múltiples formas: física, psicológica, sexual,
simbólica, económica y digital. El femicidio, como forma extrema, revela la
impunidad estructural que permite que miles de mujeres sean asesinadas por su
condición de género. Además, los discursos religiosos, políticos y mediáticos
perpetúan estereotipos que refuerzan esta violencia.
Frente a
ello, es urgente promover una educación con enfoque de género, políticas
públicas integrales y sistemas de justicia sensibles a la diversidad. Erradicar
la violencia de género no es solo un acto legal, sino un proyecto cultural y
ético.
Inclusión y exclusión social
La inclusión y exclusión social no son fenómenos
neutros: reflejan cómo las sociedades valoran o descartan a ciertos grupos en
función de su clase, etnia, género, discapacidad, religión, orientación sexual
o estatus migratorio. La exclusión no es solo material, sino simbólica,
afectiva y política (Young, 2000).
Estar
excluido implica no tener acceso a recursos fundamentales: educación, salud,
participación política o empleo digno. Pero también implica ser considerado
"otro", "anormal", "indeseable". Esta otredad se
construye mediante discursos que estigmatizan y jerarquizan, reforzando la
desigualdad estructural.
Por el
contrario, la inclusión no se limita a integrar a las personas en sistemas que
ya existen, sino que exige transformar las estructuras mismas para que sean más
equitativas, respetuosas de la diversidad y participativas. Esto requiere no
solo políticas afirmativas, sino también un cambio cultural profundo.
El trabajo de
Iris Marion Young enfatiza que la justicia social no puede entenderse solo como
distribución de recursos, sino también como reconocimiento de las diferencias,
eliminación de la opresión y participación efectiva de los grupos marginados.
Conformidad y obediencia
La psicología
social ha demostrado que las personas tienden a conformarse con las normas del
grupo y a obedecer figuras de autoridad, incluso cuando estas acciones pueden
entrar en conflicto con sus valores personales. Estas dinámicas no son rasgos
individuales, sino respuestas adaptativas en contextos sociales donde el miedo
al rechazo o la presión autoritaria son intensos.
La obediencia
a la autoridad fue explorada magistralmente por Stanley Milgram (1963), quien
demostró que individuos comunes eran capaces de infligir dolor a otros bajo la
orden de una figura legítima. El experimento de Milgram cuestionó la idea del
"individuo racional" al revelar la fuerza del contexto social.
Por otro
lado, Solomon Asch (1951) investigó el conformismo, mostrando que la mayoría de
las personas pueden modificar sus juicios perceptivos para no ir en contra del
grupo, incluso cuando saben que el grupo está equivocado.
Estos
estudios muestran cómo la presión social y la autoridad pueden limitar la
autonomía individual y fomentar conductas dañinas. Comprender estos procesos es
esencial para promover una ciudadanía crítica y responsable, capaz de resistir
la manipulación y el autoritarismo.
La obediencia
La obediencia es una conducta social aprendida
que consiste en acatar órdenes de una figura de autoridad, incluso si estas
órdenes pueden contradecir nuestros principios éticos. La obediencia ha sido
esencial para el funcionamiento de las organizaciones y sociedades, pero
también ha sido instrumento de crímenes atroces, como los perpetrados en
regímenes totalitarios.
Milgram
(1963) demostró que la mayoría de los participantes en su experimento
obedecieron hasta el punto de causar daño físico a otra persona, bajo la orden
de una figura científica. Esto no indica maldad, sino una tendencia humana a
delegar la responsabilidad moral cuando una autoridad valida nuestras acciones.
La obediencia
ciega es peligrosa, especialmente en contextos donde la autoridad no se
cuestiona. Promover una ciudadanía crítica implica enseñar a las personas a
discernir cuándo obedecer y cuándo desobedecer. Como afirmó Hannah Arendt
(1963), el mal puede ser banal: se perpetúa cuando las personas obedecen sin
pensar.
El conformismo
El conformismo es el proceso mediante el cual una
persona adopta actitudes, valores o comportamientos de un grupo para encajar o
evitar el rechazo. Es un fenómeno adaptativo, ya que permite la cohesión grupal
y la cooperación. Sin embargo, también puede llevar a la pérdida de la
autonomía crítica y a la aceptación acrítica de normas injustas.
El
experimento de Asch (1951) mostró que incluso frente a una tarea tan objetiva
como comparar líneas, las personas preferían dar una respuesta incorrecta si
era la que sostenía el grupo. Esta presión para ajustarse a la mayoría puede
ser útil en ciertos contextos sociales, pero también peligrosa en regímenes
autoritarios o sectarios.
El
conformismo también opera a nivel cultural: los medios, las religiones, la
escuela y la familia transmiten valores que, si no se cuestionan, se
internalizan como naturales. En tiempos de redes sociales, el conformismo se ha
amplificado por los algoritmos, que refuerzan burbujas ideológicas y limitan el
pensamiento crítico.
Control social
El control social es el conjunto de mecanismos,
normas, instituciones y prácticas mediante las cuales una sociedad regula el
comportamiento de sus miembros para mantener el orden y la cohesión. Desde la
psicología social, se entiende que el control no solo opera de forma externa a
través de leyes o castigos, sino también interna, mediante la interiorización
de normas (Berger & Luckmann, 1966).
Michel
Foucault (1975) analizó cómo las sociedades modernas han desarrollado formas
más sutiles y eficaces de control, como la vigilancia, la normalización y la
disciplina. En lugar de castigos brutales, el control opera ahora a través de
la autoregulación: las personas actúan como se espera porque han internalizado
la mirada del poder.
El control
social puede ser positivo si garantiza la convivencia y protege derechos. Sin
embargo, también puede reforzar desigualdades cuando silencia, margina o
criminaliza a quienes desafían las normas. En contextos de opresión, resistir
el control puede ser un acto de dignidad
La persuasión
La persuasión
es el proceso mediante el cual se intenta influir en las actitudes, creencias o
comportamientos de otras personas, generalmente a través de la comunicación. La
psicología social ha investigado los factores que hacen más efectiva la
persuasión, como la credibilidad del emisor, el contenido del mensaje y las
características del receptor (Petty & Cacioppo, 1986).
La teoría de
la probabilidad de elaboración sostiene que hay dos rutas para la persuasión:
la ruta central, donde se analiza críticamente el contenido del mensaje, y la
ruta periférica, donde se responde emocionalmente sin mucho análisis. En
contextos de sobrecarga informativa, como los actuales, la ruta periférica es
más frecuente.
La persuasión
puede utilizarse éticamente —por ejemplo, en campañas de salud pública o
manipulativamente, como ocurre en la propaganda política o en la publicidad.
Por ello, educar en pensamiento crítico y alfabetización mediática es clave
para resistir la manipulación.
Economía Digital (persuasión
en la era digital)
En la era digital, la persuasión ha adquirido
nuevas dimensiones gracias al uso masivo de datos y algoritmos. Las redes
sociales, las plataformas de comercio y los motores de búsqueda personalizan
sus contenidos para captar la atención del usuario, influir en sus decisiones y
maximizar el consumo (Zuboff, 2019).
El marketing
digital no solo persuade con anuncios tradicionales, sino que construye una
experiencia personalizada que moldea deseos, emociones y preferencias. Esta
“persuasión computacional” se basa en la vigilancia constante del
comportamiento del usuario, lo cual plantea serios dilemas éticos.
Las empresas
digitales conocen más sobre nuestras conductas que nosotros mismos. Esta
asimetría de poder transforma la persuasión en un mecanismo de control social
que refuerza estereotipos, polariza opiniones y limita la autonomía individual.
La construcción del bienestar en la era digital
En el entorno digital, el concepto de bienestar
ha sido redefinido por plataformas, influencers y algoritmos. Se promueve una
visión del bienestar basada en el éxito individual, el consumo, la
productividad y la “autoayuda”, en lugar de una comprensión integral que
incluya vínculos, justicia social y salud mental colectiva (Illouz, 2007).
Las redes
sociales generan una presión constante por mostrar felicidad, éxito y belleza.
Esto crea una ilusión de bienestar que muchas veces se aleja de la realidad
cotidiana y genera malestar psicológico. Además, las métricas como los "me
gusta" o las visualizaciones han convertido el valor personal en datos
cuantificables.
Aunque la
tecnología puede ser una herramienta poderosa para promover el bienestar (por
ejemplo, a través de comunidades de apoyo), también puede ser fuente de
ansiedad, adicción o comparación social. Por eso es fundamental repensar qué
entendemos por bienestar y cómo queremos construirlo en un mundo digital.
Algoritmos y control social
Los algoritmos son sistemas automatizados que
procesan grandes cantidades de datos para tomar decisiones o recomendar
contenidos. Aunque parecen objetivos y neutros, los algoritmos reflejan las
ideologías, sesgos y estructuras de poder de quienes los programan (Noble,
2018).
En la
actualidad, los algoritmos influyen en lo que vemos, leemos, compramos y hasta
en cómo votamos. Esta capacidad para organizar la experiencia social convierte
a los algoritmos en un nuevo mecanismo de control social. Ya no es necesario
imponer normas abiertamente: basta con programar los flujos de información para
moldear conductas.
Además, los
algoritmos pueden reforzar la discriminación: estudios han demostrado que los
sistemas de inteligencia artificial tienden a replicar prejuicios de género,
raza o clase. La falta de transparencia y rendición de cuentas hace aún más
preocupante su poder.
Por eso, es
urgente una alfabetización digital crítica que nos permita entender cómo operan
estos sistemas y exigir su regulación democrática.
Influencia
en el grupo
La influencia en el grupo es uno
de los fenómenos más investigados en la psicología social. Esta influencia
puede ser informativa (cuando confiamos en el juicio del grupo) o normativa
(cuando buscamos aceptación social). En ambos casos, los grupos tienen un poder
significativo para moldear actitudes, creencias y comportamientos (Myers,
2014).
Desde temprana edad, aprendemos
que pertenecer a un grupo implica asumir normas, valores y roles. Estas
dinámicas pueden ser positivas como en procesos colaborativos, apoyo mutuo o
solidaridad o negativas cuando promueven el conformismo, la exclusión o la
obediencia acrítica.
Los estudios de Asch sobre la
presión grupal y los experimentos de Zimbardo (1971) sobre roles y autoridad
muestran cómo los individuos pueden actuar de maneras radicalmente distintas al
integrarse en un grupo, incluso transgrediendo normas éticas básicas. En
contextos grupales, la responsabilidad moral puede diluirse, favoreciendo
conductas antisociales.
Comprender estos procesos es
clave para fomentar una ciudadanía crítica que sea capaz de colaborar sin
perder su autonomía ética.
El
liderazgo
El liderazgo es la capacidad de
influir en un grupo para alcanzar metas comunes. Existen múltiples estilos de
liderazgo: autoritario, democrático, transformacional, transaccional, entre
otros. Cada uno genera distintos efectos sobre la motivación, la creatividad y
el bienestar del grupo (Bass & Riggio, 2006).
El liderazgo efectivo no se basa
únicamente en la autoridad formal, sino en la capacidad de inspirar, comunicar
y generar confianza. El liderazgo transformacional, por ejemplo, estimula a los
miembros del grupo a superarse a sí mismos y a compartir una visión colectiva
de cambio (Burns, 1978).
Sin embargo, no todo liderazgo es
positivo. Los líderes carismáticos pueden usar su influencia para manipular,
polarizar o imponer ideologías autoritarias. Por eso, el análisis del liderazgo
no debe centrarse solo en el individuo, sino también en el contexto cultural e
institucional que lo sostiene.
Un liderazgo ético y empático es
esencial para fortalecer la cohesión sin sacrificar la diversidad ni el
pensamiento crítico.
Desindividuación
La desindividuación es un estado
psicológico en el que las personas pierden la conciencia de sí mismas y de sus
normas internas, generalmente cuando están en grupos grandes, anónimos o en
situaciones de excitación colectiva. Este fenómeno puede llevar a
comportamientos impulsivos, agresivos o antisociales (Festinger, Pepitone &
Newcomb, 1952).
Zimbardo (1969) demostró que la
desindividuación facilita la desinhibición moral. Por ejemplo, las personas
disfrazadas o en la oscuridad tienen más probabilidades de actuar con
violencia, ya que la responsabilidad personal se diluye. Este proceso también
se observa en linchamientos, multitudes violentas o vandalismo deportivo.
Sin embargo, la desindividuación
no siempre conduce a la agresión. También puede motivar comportamientos
altruistas, si las normas grupales son prosociales. Por lo tanto, el contexto,
las normas sociales del grupo y el tipo de liderazgo determinan el resultado.
Pensamiento
grupal
El pensamiento grupal
(groupthink) es un proceso en el que el deseo de unanimidad y cohesión dentro
de un grupo lleva a decisiones irracionales o ineficaces. Fue propuesto por
Irving Janis (1972) tras analizar decisiones políticas desastrosas como la
invasión a Bahía de Cochinos.
En el pensamiento grupal, se
suprimen dudas, se descalifican opiniones divergentes y se ignoran datos que
contradicen el consenso del grupo. Esto se produce por la presión a la
conformidad, la ilusión de invulnerabilidad y la racionalización colectiva. El
grupo deja de analizar críticamente las decisiones, privilegiando la armonía
por sobre la verdad.
Para evitarlo, Janis propuso
estrategias como fomentar el pensamiento crítico, dividir al grupo en
subgrupos, buscar opiniones externas y asignar un "abogado del
diablo". En contextos de poder jerárquico, es fundamental proteger el
disenso como una forma de inteligencia colectiva.
El
prejuicio
El prejuicio es una actitud
negativa hacia una persona o grupo basada en su pertenencia a una categoría
social, como raza, género, religión u orientación sexual. A menudo, se basa en
estereotipos (creencias generalizadas y simplificadas) que se aprenden desde la
infancia y se refuerzan culturalmente (Allport, 1954).
El prejuicio puede ser explícito
(consciente) o implícito (inconsciente), y se manifiesta en formas sutiles como
la microagresión, o en formas abiertas como la discriminación y la violencia.
Los estudios de Tajfel y Turner (1979) sobre identidad social mostraron que
basta con clasificar a las personas en grupos arbitrarios para que surjan
actitudes discriminatorias.
Los prejuicios no son solo
individuales, sino estructurales: están inscritos en las leyes, las
instituciones y los medios de comunicación. Combatirlos requiere, por tanto, un
enfoque interseccional y crítico que promueva la empatía, el contacto
intergrupal y la educación inclusiva.
La
agresión
La agresión es un comportamiento
intencionado dirigido a causar daño a otra persona. En psicología social, se
distingue entre agresión hostil (motivada por la ira) y agresión instrumental
(usada como medio para un fin). Las causas de la agresión son múltiples:
biológicas, psicológicas, sociales y culturales (Anderson & Bushman, 2002).
Desde la perspectiva biológica,
factores como la testosterona o daños en la amígdala pueden predisponer a la
agresividad. Sin embargo, esto no implica determinismo. El aprendizaje social
juega un papel fundamental. Bandura (1977), con su famoso experimento del
muñeco Bobo, demostró que los niños imitan comportamientos agresivos observados
en adultos o en los medios.
Las normas culturales también
modelan la agresión: en algunas sociedades se tolera o se valora como símbolo
de virilidad. Además, la frustración, la exclusión social o la percepción de
injusticia pueden intensificarla.
La prevención de la agresión no
puede centrarse solo en el castigo, sino que debe incluir la educación
emocional, la resolución no violenta de conflictos y la transformación de
entornos violentos en espacios de cuidado y diálogo.
La
atracción e intimidación
La atracción interpersonal es el
conjunto de fuerzas que impulsan a las personas a acercarse, vincularse o
mantener relaciones afectivas. Por otro lado, la intimidación es su opuesto:
una dinámica de poder donde una persona ejerce control o dominación sobre otra,
generalmente mediante miedo, coerción o violencia simbólica.
La atracción se basa en factores
como la similitud, la proximidad, la reciprocidad y el atractivo físico (Myers,
2014). Estos elementos, aunque parecen naturales, están profundamente
influenciados por normas culturales, estéticas y de género.
La intimidación, en cambio,
responde a relaciones de poder desiguales. Puede manifestarse en el bullying
escolar, en relaciones abusivas o en contextos laborales jerárquicos. La
intimidación deteriora la autoestima, la salud mental y la capacidad de agencia
de la víctima.
Ambas dinámicas revelan cómo las
relaciones humanas están mediadas por estructuras sociales, y cómo el afecto o
el temor pueden ser usados para conectar o someter.
El sentido de pertenencia
El sentido de pertenencia es una necesidad
psicológica básica que implica sentirse aceptado, valorado y parte de un grupo.
Baumeister y Leary (1995) plantearon que los seres humanos tienen una
motivación fundamental por establecer vínculos duraderos y afectivos. Esta
necesidad impacta directamente en la autoestima, la salud mental y el bienestar
general.
El no sentirse parte de un grupo puede generar
efectos devastadores, como la soledad crónica, la depresión o incluso la
radicalización violenta. Por el contrario, la pertenencia favorece la
cooperación, el sentido de propósito y la resiliencia.
Sin embargo, el deseo de pertenencia también
puede llevar al conformismo o a la exclusión de otros. Los grupos tienden a
reforzar identidades compartidas mediante normas y fronteras simbólicas, lo que
puede derivar en sectarismos o nacionalismos excluyentes.
Fomentar el sentido de pertenencia desde un
enfoque inclusivo es esencial para construir comunidades cohesionadas y
respetuosas de la diversidad.
La amistad y la atracción
La amistad es una relación afectiva basada en la
reciprocidad, el apoyo emocional y la confianza mutua. La atracción
interpersonal, por su parte, es una fuerza que impulsa a las personas a
acercarse por razones emocionales, físicas o intelectuales. Ambas están
interrelacionadas y contribuyen profundamente al bienestar humano.
Las amistades se desarrollan por similitud de
valores, intereses y experiencias compartidas. También influyen la proximidad
física (compañeros de clase, vecinos) y la reciprocidad. En la adolescencia, la
amistad cobra un valor central como espacio de identidad, exploración emocional
y contención.
La atracción, por otro lado, puede incluir
componentes sexuales o románticos, pero no necesariamente. Existen formas de
atracción afectiva no sexual que se manifiestan en vínculos intensos entre
amigos o familiares (Sternberg, 1986).
Ambos vínculos son esenciales para el desarrollo
psicosocial y la salud mental. La falta de amistades está asociada con mayores
niveles de ansiedad, depresión y soledad, mientras que las relaciones afectivas
sólidas son uno de los mayores predictores de felicidad.
¿Qué es la atracción interpersonal?
La atracción interpersonal es el proceso mediante
el cual una persona se siente atraída hacia otra, ya sea por razones físicas,
afectivas, intelectuales o sociales. En psicología social, se considera un
componente esencial en la formación de relaciones humanas, ya que actúa como
puente inicial para la amistad, el amor o la colaboración (Aronson et al.,
2018).
La atracción no es un fenómeno puramente
individual ni biológico; también está mediada por factores socioculturales. La
similitud de actitudes, la familiaridad, la reciprocidad y el atractivo físico
son variables clave. La teoría del intercambio social plantea que las personas
evalúan los costos y beneficios de mantener una relación, lo cual también
influye en el nivel de atracción.
Los contextos digitales han reconfigurado los
modos de atracción: las redes sociales permiten múltiples formas de vínculo,
pero también favorecen relaciones superficiales o basadas en la imagen.
La atracción interpersonal, en definitiva, es una
construcción compleja que refleja tanto nuestras necesidades psicológicas como
los mandatos culturales sobre el amor y la sociabilidad.
¿Qué es el amor?
El amor ha sido definido desde múltiples
disciplinas como un vínculo afectivo intenso, caracterizado por el apego, el
cuidado, la pasión y el compromiso. Sternberg (1986) propuso la teoría
triangular del amor, donde se identifican tres componentes: intimidad, pasión y
compromiso. La combinación de estos elementos da lugar a distintos tipos de
amor (romántico, fatuo, consumado, etc.).
Desde la psicología social, el amor no es
simplemente una emoción privada, sino una construcción social y cultural. Las
expectativas sobre el amor están profundamente influenciadas por los medios,
los valores de cada época y las instituciones sociales como la familia y el
matrimonio (Illouz, 2012).
El amor también puede ser fuente de conflicto,
dependencia o violencia, especialmente cuando se romantizan conductas posesivas
o se tolera la desigualdad. Por eso, hablar de amor saludable implica reconocer
la importancia de la autonomía, el respeto mutuo y la comunicación abierta.
La conducta prosocial
La conducta prosocial es aquella acción
voluntaria que busca beneficiar a otras personas, como ayudar, compartir,
consolar o cooperar. Estas conductas son fundamentales para la cohesión social
y pueden surgir por altruismo genuino, por normas sociales o por interés
personal (Batson, 2011).
Una de las teorías más influyentes es la del
“altruismo empático”, que plantea que las personas ayudan por la empatía que
sienten hacia el otro. También se han identificado factores situacionales (como
la presencia de otros, el tiempo disponible o la percepción de peligro) que
influyen en la decisión de ayudar.
El efecto espectador, descubierto por Darley y
Latané (1968), muestra que en situaciones de emergencia, mientras más personas
haya presentes, menos probable es que alguien intervenga, debido a la difusión
de la responsabilidad.
Fomentar la conducta prosocial requiere educación
en valores, empatía, justicia social y participación activa.
Conflicto y pacificación
El conflicto es una situación en la que dos o más
partes tienen intereses, objetivos o valores percibidos como incompatibles. En
psicología social, se reconoce que el conflicto no es necesariamente negativo:
puede ser una oportunidad para el cambio, el diálogo y la transformación
(Deutsch, 1973).
Sin embargo, cuando el conflicto se gestiona de
manera destructiva, puede escalar a la violencia, la deshumanización y la
exclusión. La pacificación no significa simplemente “ausencia de guerra”, sino
la construcción activa de condiciones de justicia, equidad y reconocimiento
mutuo.
Los métodos de resolución pacífica incluyen la
mediación, la negociación, el diálogo intercultural y los procesos
restaurativos. La construcción de paz exige atender no solo a los síntomas del
conflicto, sino también a sus causas estructurales.
La educación para la paz, el enfoque
intercultural y los modelos participativos son estrategias clave para una
pacificación sostenible y transformadora.
Poder, resistencia e ideología en la psicología social
de Ignacio Martín-Baró
Ignacio Martín-Baró fue un psicólogo social
salvadoreño que propuso una psicología de la liberación basada en el análisis
crítico de las estructuras de poder e ideología en América Latina. Para él, la
psicología tradicional había servido para justificar la opresión, al ignorar
las condiciones materiales y políticas que producen el sufrimiento social
(Martín-Baró, 1986).
Martín-Baró entendía el poder no solo como una
relación de dominación, sino también como un campo de lucha y resistencia.
Propuso que la psicología debía comprometerse con los sectores excluidos,
cuestionar los discursos hegemónicos y contribuir a la organización popular y
la justicia social.
La ideología, en su análisis, actúa como una
forma de control que naturaliza las desigualdades y oculta las causas estructurales
del dolor social. Por ello, el trabajo del psicólogo debe ser también un
trabajo político: denunciar la violencia simbólica, promover la conciencia
crítica y construir esperanza colectiva.
La Psicología de la Paz
La Psicología de la Paz es una rama de la
psicología que estudia los procesos psicológicos involucrados en la violencia,
el conflicto y la paz. Su objetivo es contribuir a la prevención de la
violencia y a la construcción de relaciones justas y pacíficas a nivel
interpersonal, grupal y social (Christie et al., 2008).
Esta disciplina no se limita al análisis de
guerras o conflictos armados, sino que aborda también la violencia estructural,
la discriminación, la pobreza, el racismo y otras formas de opresión cotidiana.
Propone una paz positiva, entendida como la creación de condiciones equitativas
de vida y dignidad humana.
La Psicología de la Paz incluye enfoques como la
mediación intercultural, la memoria colectiva, la resiliencia social y la
justicia restaurativa. Busca empoderar a las comunidades para que puedan
resolver sus conflictos sin recurrir a la violencia.
Referencias bibliográficas
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